PURIFICAR LA IGLESIA DESDE DENTRO

         Es una triste realidad que la Iglesia está cruzando desde hace tiempo un árido desierto, en donde abundan las alimañas y la sequedad severa. Los escándalos que hemos podido conocer demuestran una vez más que la Iglesia es divina pero también humana. Es un Pueblo de santos y pecadores. Estos últimos son los que mas llaman la atención. Generalmente los santos no salen en los telediarios, pero los escándalos son noticia permanente. Todavía se habla del siglo de hierro de la historia de la Iglesia, de la Inquisición, de las guerras de religión, etc. Pero no se suele mencionar a ningún santo. Las almas santas no son noticia, si acaso para etiquetarlos como “bichos” raros por los de fuera y por los de dentro.

         Todo este panorama crea un desasosiego y sufrimiento a los que quieren ser fieles. A los que denuncian escándalos se les quiere tapar la boca tratándolos de intransigente y perturbadores de la paz, de una paz de cementerios por cierto. Los sacerdotes que intentan ser fieles ministros del Señor se les juzgan, por algunos, como nostálgicos de tiempos trasnochados, superados, de una Iglesia infantilizada…

         Con mucha delicadeza y prudencia hay que levantar la voz para desautorizar los desmanes que se cometen, para replicar al demonio que tenemos dentro y está agitando el ambiente para confundir a las buenas almas que quieren vivir su fe, tal vez sencilla, con todo su corazón.

         Me hago eco de la nueva publicación del Cardenal Sarah que, con valentía, ha levantado la voz desde el mismo centro de la cristiandad con su nuevo libro. Entre otras muchas cosas dice lo siguiente:

El diablo quiere hacernos creer que la Iglesia ha traicionado. Pero la Iglesia no traiciona. La Iglesia, llena de pecadores, ¡ella misma es sin pecado! Habrá siempre bastante luz en ella para quienes buscan a Dios. No seáis tentados por el odio, la división, la manipulación. No se trata de crear un partido, de dirigirnos los unos contra los otros: «El Maestro nos ha puesto en guardia contra estos peligros al punto de tranquilizar al pueblo, incluso respecto a los malos pastores: no era necesario que a causa de ellos se abandonara la Iglesia, este púlpito de la verdad […] No nos perdamos entonces en el mal de la división, por causa de aquellos que son malvados», decía ya San Agustín (carta 105).




La Iglesia sufre, ella es burlada y sus enemigos están al interior. No la abandonemos. Todos los pastores son hombres pecadores, pero llevan en ellos el misterio de Cristo.

¿Qué hacer entonces? No se trata de organizar y poner en obra estrategias. ¿Cómo creer que podríamos mejorar por nosotros mismos las cosas? Ello sería entrar todavía en la ilusión mortífera de Judas.

Ante la avalancha de pecados en las filas de la Iglesia, estamos tentados a querer tomar las cosas en nuestras manos.

Estamos tentados a querer purificar la Iglesia por nuestras propias fuerzas. Esto sería un error.

¿Qué haríamos nosotros? ¿Un partido? ¿Una corriente? Tal es la tentación la más grave: el oropel de la división. Bajo pretexto de hacer el bien, nos dividimos. No reformamos la Iglesia por la división y el odio. ¡Reformamos la Iglesia comenzando por cambiarnos a nosotros mismos! No dudemos, cada uno en nuestro lugar, en denunciar el pecado comenzando por el nuestro.


No tengo más que añadir. Solo que cuando el nuevo libro se edite en España lo leamos con interés y esperanza. Y siempre rezar para que Dios acorte el tiempo de la prueba. Debemos agradecer que páginas como ReL defiendan con elegancia la pureza y la alegría de nuestra fe.

Juan García Inza



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