LA CULTURA ZOMBI
Alain Finkielkraut es uno de los grandes ensayistas franceses contemporáneos. Su producción literaria, toda ella empapada de una filosofía agresiva, es una defensa de la cultura, que califica como “el ámbito en el que se desarrolla la actividad espiritual y creadora del hombre”. Defiende una cultura patrimonio de la humanidad, y alejada de los estrechos localismos a que la estamos sometiendo.
En su libro “La derrota del pensamiento” (Anagrama), comenta lo que Julien Benda escribía en el año 1926 sobre la cultura domesticada. Denunciaba este autor “el cataclismo de los conceptos morales en quienes educan el mundo”. Y ve con preocupación la alegría con la que los servidores de la actividad intelectual, en contradicción con su vocación milenaria, desprecian el sentimiento de lo universal y glorifican los particularismos. Los eruditos abandonan los valores inmutables, poniendo todo su empeño en defender los raquíticos localismos. Es como un empeño en que los pueblos, las nacionalidades, en nuestro caso las autonomías, se adoren así mismas y “enfrentarse contra los demás, en su lengua, en su arte, en su filosofía, en su civilización, en su cultura” (Pág. 9).
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Para Benda, comenta Finkielkraut, la era moderna ha cambiado la cultura por mi cultura. Al no ser nadie profeta fuera de su tierra, los pueblos ya sólo tienen que rendirse cuentas a sí mismos. No hay, por tanto, ningún ideal inmutable y válido para todos, independientemente de su lugar de aparición y superior a las circunstancias. El autor cita a Herder que decía: “Sigamos nuestro propio camino… Dejemos que los hombres hablen bien o mal de nuestra nación, de nuestra literatura, de nuestra lengua: son nuestras, somos nosotros mismos, eso basta” (Pág. 13).
Como bien afirma Finkielkraut, “desde Platón hasta Volataire, la diversidad humana había comparecido ante el tribunal de los valores; apareció Herder e hizo condenar por el tribunal de la diversidad todos los valores universales”.
Todo este proceso tiene más importancia de lo que parece. Está detrás de los raquíticos y pueblerinos nacionalismos, que limitan el ámbito de la cultura a las fronteras de los pueblos. Es muy bueno que se tenga en cuenta y se defienda la idiosincrasia y riqueza cultural de cada grupo humano. Pero siempre con las ventanas de la mente abiertas para dejar entrar la riqueza variada de otras culturas que nos pueden enriquecer.
En nuestros días se está hablando en España de revisar los abusos de las autonomías en lo que tiene de repercusión negativa en la economía estatal. No estaría mal que se revisasen igualmente la cerrazón en la concepción raquítica de la cultura y sus manifestaciones. Tenemos un idioma común, y nos empeñamos en convertir al Senado en una torre de Babel, forzando la función de los intérpretes para que me entiendan, cuando se están poniendo los medios para no entenderse.
Las buenas costumbres hay que venerarlas, y al mismo tiempo hay que defender los valores que nos son comunes. Fienkielkraut llega a decir: “Y peca tanto contra su pueblo como contra la voluntad divina el insensato que, desafiando el curso de las cosas, se empecina en establecer un gobierno o en crear unas instituciones. Al delito de traición, añade el crimen de sacrilegio. Ultraja a Dios cuando repudia las costumbres venerables o cuando pisotea los dogmas nacionales” (Pág. 21).
Es lo que ha venido en llamarse cultura zombi. Estamos un poco locos. Estamos construyendo una cultura sobre cimientos falsos. Y después queremos que los jóvenes estén preparados para luchar por unos valores. ¿Qué valores? El vacio que hay en la juventud es alarmante. Ya no saben distinguir, muchos de ellos, el bien del mal. Van a lo que les interesa. Es decir, hacen lo que se les ha enseñado y consentido. Seguiremos con el tema.
Juan García Inza
En su libro “La derrota del pensamiento” (Anagrama), comenta lo que Julien Benda escribía en el año 1926 sobre la cultura domesticada. Denunciaba este autor “el cataclismo de los conceptos morales en quienes educan el mundo”. Y ve con preocupación la alegría con la que los servidores de la actividad intelectual, en contradicción con su vocación milenaria, desprecian el sentimiento de lo universal y glorifican los particularismos. Los eruditos abandonan los valores inmutables, poniendo todo su empeño en defender los raquíticos localismos. Es como un empeño en que los pueblos, las nacionalidades, en nuestro caso las autonomías, se adoren así mismas y “enfrentarse contra los demás, en su lengua, en su arte, en su filosofía, en su civilización, en su cultura” (Pág. 9).
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Para Benda, comenta Finkielkraut, la era moderna ha cambiado la cultura por mi cultura. Al no ser nadie profeta fuera de su tierra, los pueblos ya sólo tienen que rendirse cuentas a sí mismos. No hay, por tanto, ningún ideal inmutable y válido para todos, independientemente de su lugar de aparición y superior a las circunstancias. El autor cita a Herder que decía: “Sigamos nuestro propio camino… Dejemos que los hombres hablen bien o mal de nuestra nación, de nuestra literatura, de nuestra lengua: son nuestras, somos nosotros mismos, eso basta” (Pág. 13).
Como bien afirma Finkielkraut, “desde Platón hasta Volataire, la diversidad humana había comparecido ante el tribunal de los valores; apareció Herder e hizo condenar por el tribunal de la diversidad todos los valores universales”.
Todo este proceso tiene más importancia de lo que parece. Está detrás de los raquíticos y pueblerinos nacionalismos, que limitan el ámbito de la cultura a las fronteras de los pueblos. Es muy bueno que se tenga en cuenta y se defienda la idiosincrasia y riqueza cultural de cada grupo humano. Pero siempre con las ventanas de la mente abiertas para dejar entrar la riqueza variada de otras culturas que nos pueden enriquecer.
En nuestros días se está hablando en España de revisar los abusos de las autonomías en lo que tiene de repercusión negativa en la economía estatal. No estaría mal que se revisasen igualmente la cerrazón en la concepción raquítica de la cultura y sus manifestaciones. Tenemos un idioma común, y nos empeñamos en convertir al Senado en una torre de Babel, forzando la función de los intérpretes para que me entiendan, cuando se están poniendo los medios para no entenderse.
Las buenas costumbres hay que venerarlas, y al mismo tiempo hay que defender los valores que nos son comunes. Fienkielkraut llega a decir: “Y peca tanto contra su pueblo como contra la voluntad divina el insensato que, desafiando el curso de las cosas, se empecina en establecer un gobierno o en crear unas instituciones. Al delito de traición, añade el crimen de sacrilegio. Ultraja a Dios cuando repudia las costumbres venerables o cuando pisotea los dogmas nacionales” (Pág. 21).
Es lo que ha venido en llamarse cultura zombi. Estamos un poco locos. Estamos construyendo una cultura sobre cimientos falsos. Y después queremos que los jóvenes estén preparados para luchar por unos valores. ¿Qué valores? El vacio que hay en la juventud es alarmante. Ya no saben distinguir, muchos de ellos, el bien del mal. Van a lo que les interesa. Es decir, hacen lo que se les ha enseñado y consentido. Seguiremos con el tema.
Juan García Inza
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