DOS OBISPOS HABLAN DE TEMAS DE ACTUALIDAD
¿Tiene algo que decir la ética a la economía?
Por monseñor Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos
BURGOS, sábado, 28 noviembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito monseñor monseñor Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos, sobre la actual coyuntura y la contribución de la ética.
* * *
Un obispo y un sacerdote tienen la misión de anunciar el Evangelio, no la de gestionar la economía y la política. Nosotros, además, carecemos de la competencia técnica necesaria para afrontar una materia tan compleja como la actual crisis económica y financiera. Pero esto no supone que debamos retirarnos a los cuarteles de invierno de nuestras sacristías y dejar que sean exclusivamente los "expertos" quienes digan la última y la penúltima palabra. La ética y la religión también tienen algo que decir.
Ante todo y sobre todo, porque la presente crisis es mucho más que un fenómeno económico o técnico. Para comprenderlo, basta advertir que la crisis económica está llevando a familias enteras a perder su piso, a quedarse sin empleo o con un sueldo que imposibilita hacer frente a la hipoteca; a que muchas personas pierdan su trabajo y a que otras muchas vean que se arruinan los ahorros y legítimas ganancias de toda su vida.
Por otra parte, a nadie se le oculta ya que en esta crisis han jugado un papel muy importante -a veces del todo determinante- la avaricia, la especulación, la explotación de los más débiles y unas prácticas fraudulentas que han llevado a ganancias desorbitadas y escandalosas de algunos dirigentes de empresa, así como a correr riesgos más allá de lo razonable.
Así mismo, ahora ya se ve que la mala conducta individual y sin control en la actividad del mercado afecta a la estabilidad de las empresas, de las naciones y de los hombres y mujeres de la sociedad en que vivimos. Hasta el punto que un hombre de negocios no sólo juega con el futuro de una gran empresa, sea o no multinacional, sino con la vida de mucha gente; a veces, incluso con la de toda una nación o continente.
Por otra parte, los gobiernos tienen la gravísima responsabilidad de procurar el bien común con profesionalidad, honestidad y justicia. Pues bien, "es un estricto deber de justicia impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales" (Juan Pablo II, encíclica Centesimus annus, 34). Habría que preguntarse si, en la presente situación, los gobiernos han logrado responder a tales necesidades fundamentales o han dejado hacer a las empresas económicas y financieras, sin más límites que sus propios intereses y las leyes del mercado. En cualquier caso, mirando al futuro los gobiernos han de dotarse de nuevos instrumentos de control y corrección en dichas entidades, para que no vuelvan a repetirse las causas y situaciones que han provocado la crisis actual.
Todo esto pone de manifiesto que el debate ético no puede quedar al margen de la solución de la actual crisis económica. La economía tiene, ciertamente, unas leyes propias y una legítima autonomía. Pero tiene una función social y el desarrollo económico nunca es un fin en sí mismo y ha de ir acompañado siempre de la responsabilidad social. Porque cuando se piensa que se puede mantener un desarrollo descontrolado, lo que suele ocurrir es que se llega a un callejón sin más salida que las tensiones sociales y los enfrentamientos entre las personas y grupos sociales.
Un hombre tan clarividente en tantos aspectos como Adam Smith, decía hace más de dos siglos, en su libro ‘Teoría de los sentimientos morales': "Se podría confiar en que los hombres buscaran su propio interés sin dañar indebidamente a la comunidad no sólo por las restricciones impuestas por las leyes, sino también porque ellos están sujetos a una limitación incorporada que se deriva de la moral, la religión, las costumbres y la educación".
En otras palabras: la economía y la política no son sólo asuntos técnicos, sino que también están regulados por la ética. Olvidarlo, sería suicida incluso para su propia pervivencia.
Esperanza alegre - Apostolado de la sonrisa
Por monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de Palencia
PALENCIA, sábado, 28 noviembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de Palencia, con motivo del primer domingo de Adviento.
* * *
Este domingo, 30 de noviembre, celebramos el primer aniversario de la publicación de la segunda encíclica de Benedicto XVI: "Spe Salvi" (Salvados en Esperanza). Precisamente este mismo día también, iniciamos el tiempo de Adviento, en el que la Iglesia renueva una vez más, la invitación a vivir la virtud teologal de la esperanza.
Tenemos que reconocer que, con frecuencia, en nuestra cultura se ha forjado una imagen un tanto "melancólica" de la esperanza. Parece como si identificásemos la esperanza con un suspiro que añora la realización de unos ideales, al mismo tiempo que los percibe como una utopía inalcanzable. Alguien dijo que la esperanza sin Dios (¿"esperanza laica"?), por mucho que se exprese en tonos poéticos, acaba por reducirse al lamento triste y nostálgico.
¿No es cierto, acaso, que en nuestras conversaciones hay una gran inflación de lamentos y de reivindicaciones estériles? Todo el mundo parece quejarse de todo. El "victimismo" se ha convertido en una actitud de vida, consistente en creernos destinatarios de todos los males, al mismo tiempo que nos hacemos ciegos para reconocer el bien e incapaces de agradecerlo. Así lo describía Martín Descalzo: "Antaño la hipocresía era fingirse bueno. Hoy en día, la hipocresía es inventarse dolores, teniendo motivos para estallar de alegría".
Pues bien, en este tiempo de Adviento que iniciamos, tiempo de espera gozosa en el Mesías, tenemos una ocasión de oro para crecer en la virtud de la alegría. Pero... ¿cómo es eso de considerar la alegría como una "virtud"? ¿No se trata acaso, de un estado emotivo, fruto de unas circunstancias cuyo control no está en nuestras manos? ¿Acaso no sería algo ficticio, el intento de procurar ser alegres "artificialmente"?
Los cristianos tenemos muchas razones para la alegría. La liturgia del Adviento nos las recuerda una y otra vez, ante el peligro de que los agobios de nuestra vida nos impidan disfrutar de ellas: "(...) cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo" (Oración colecta, Domingo II de Adviento), "(...) concédenos llegar a la Navidad -fiesta de gozo y salvación- y poder celebrarla con alegría desbordante" (Oración colecta, Domingo III de Adviento).
Ciertamente, la alegría es fruto de una Buena Noticia, pero no puede ser alcanzada sin librar antes una importante batalla interior. La alegría no es un estado anímico que nos sobreviene y nos abandona caprichosamente, sino que es un hábito que se adquiere con voluntad y perseverancia. Es el fruto del ejercicio de la penitencia interior, que nos lleva a mortificar tantas tristezas inconsistentes que pretenden imponerse a las razones para el gozo interior. Aunque nos puedan parecer incompatibles estos dos conceptos, no dudemos de que la "alegría" es la mejor "penitencia". Más aún, hemos de desconfiar de las penitencias que no nos lleven a superar nuestras tristezas y amarguras. La penitencia más perfecta es aquella por la que le ofrecemos a Dios y a nuestro prójimo una sonrisa transparente y perseverante, que solamente puede brotar de un corazón enamorado y agradecido.
Para resolver esta aparente paradoja, tal vez debamos redescubrir el auténtico sentido de la "penitencia", es decir, su sentido teológico. Decía Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica, que "la penitencia realiza la destrucción del pecado pasado". No olvidemos que la tristeza se introdujo en nosotros como fruto del pecado; y que éste no será plenamente vencido hasta que no rescatemos la alegría. Rescatamos la alegría, sólo cuando hemos vencido el pecado.
La alegría cristiana que nace de la virtud teologal de la esperanza, nos permite relativizar las preocupaciones y hasta nuestras propias debilidades. La sonrisa humilde y el buen humor, resultan ser un arma espiritual de gran eficacia para vencer las tentaciones del Maligno. Al mismo tiempo, el "apostolado de la sonrisa" es uno de los testimonios más necesarios y convincentes en el momento presente.
Iniciamos en este domingo un nuevo año litúrgico. He aquí la primera súplica que la liturgia de la Iglesia dirige a Dios: "Aviva en tus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene, acompañados por las buenas obras" (Oración colecta, Domingo I de Adviento). Lo sorprendente quizás sea descubrir que la primera "buena obra" que Dios nos pide, pueda ser... una sonrisa.
Por monseñor Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos
BURGOS, sábado, 28 noviembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito monseñor monseñor Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos, sobre la actual coyuntura y la contribución de la ética.
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Un obispo y un sacerdote tienen la misión de anunciar el Evangelio, no la de gestionar la economía y la política. Nosotros, además, carecemos de la competencia técnica necesaria para afrontar una materia tan compleja como la actual crisis económica y financiera. Pero esto no supone que debamos retirarnos a los cuarteles de invierno de nuestras sacristías y dejar que sean exclusivamente los "expertos" quienes digan la última y la penúltima palabra. La ética y la religión también tienen algo que decir.
Ante todo y sobre todo, porque la presente crisis es mucho más que un fenómeno económico o técnico. Para comprenderlo, basta advertir que la crisis económica está llevando a familias enteras a perder su piso, a quedarse sin empleo o con un sueldo que imposibilita hacer frente a la hipoteca; a que muchas personas pierdan su trabajo y a que otras muchas vean que se arruinan los ahorros y legítimas ganancias de toda su vida.
Por otra parte, a nadie se le oculta ya que en esta crisis han jugado un papel muy importante -a veces del todo determinante- la avaricia, la especulación, la explotación de los más débiles y unas prácticas fraudulentas que han llevado a ganancias desorbitadas y escandalosas de algunos dirigentes de empresa, así como a correr riesgos más allá de lo razonable.
Así mismo, ahora ya se ve que la mala conducta individual y sin control en la actividad del mercado afecta a la estabilidad de las empresas, de las naciones y de los hombres y mujeres de la sociedad en que vivimos. Hasta el punto que un hombre de negocios no sólo juega con el futuro de una gran empresa, sea o no multinacional, sino con la vida de mucha gente; a veces, incluso con la de toda una nación o continente.
Por otra parte, los gobiernos tienen la gravísima responsabilidad de procurar el bien común con profesionalidad, honestidad y justicia. Pues bien, "es un estricto deber de justicia impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales" (Juan Pablo II, encíclica Centesimus annus, 34). Habría que preguntarse si, en la presente situación, los gobiernos han logrado responder a tales necesidades fundamentales o han dejado hacer a las empresas económicas y financieras, sin más límites que sus propios intereses y las leyes del mercado. En cualquier caso, mirando al futuro los gobiernos han de dotarse de nuevos instrumentos de control y corrección en dichas entidades, para que no vuelvan a repetirse las causas y situaciones que han provocado la crisis actual.
Todo esto pone de manifiesto que el debate ético no puede quedar al margen de la solución de la actual crisis económica. La economía tiene, ciertamente, unas leyes propias y una legítima autonomía. Pero tiene una función social y el desarrollo económico nunca es un fin en sí mismo y ha de ir acompañado siempre de la responsabilidad social. Porque cuando se piensa que se puede mantener un desarrollo descontrolado, lo que suele ocurrir es que se llega a un callejón sin más salida que las tensiones sociales y los enfrentamientos entre las personas y grupos sociales.
Un hombre tan clarividente en tantos aspectos como Adam Smith, decía hace más de dos siglos, en su libro ‘Teoría de los sentimientos morales': "Se podría confiar en que los hombres buscaran su propio interés sin dañar indebidamente a la comunidad no sólo por las restricciones impuestas por las leyes, sino también porque ellos están sujetos a una limitación incorporada que se deriva de la moral, la religión, las costumbres y la educación".
En otras palabras: la economía y la política no son sólo asuntos técnicos, sino que también están regulados por la ética. Olvidarlo, sería suicida incluso para su propia pervivencia.
Esperanza alegre - Apostolado de la sonrisa
Por monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de Palencia
PALENCIA, sábado, 28 noviembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de Palencia, con motivo del primer domingo de Adviento.
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Este domingo, 30 de noviembre, celebramos el primer aniversario de la publicación de la segunda encíclica de Benedicto XVI: "Spe Salvi" (Salvados en Esperanza). Precisamente este mismo día también, iniciamos el tiempo de Adviento, en el que la Iglesia renueva una vez más, la invitación a vivir la virtud teologal de la esperanza.
Tenemos que reconocer que, con frecuencia, en nuestra cultura se ha forjado una imagen un tanto "melancólica" de la esperanza. Parece como si identificásemos la esperanza con un suspiro que añora la realización de unos ideales, al mismo tiempo que los percibe como una utopía inalcanzable. Alguien dijo que la esperanza sin Dios (¿"esperanza laica"?), por mucho que se exprese en tonos poéticos, acaba por reducirse al lamento triste y nostálgico.
¿No es cierto, acaso, que en nuestras conversaciones hay una gran inflación de lamentos y de reivindicaciones estériles? Todo el mundo parece quejarse de todo. El "victimismo" se ha convertido en una actitud de vida, consistente en creernos destinatarios de todos los males, al mismo tiempo que nos hacemos ciegos para reconocer el bien e incapaces de agradecerlo. Así lo describía Martín Descalzo: "Antaño la hipocresía era fingirse bueno. Hoy en día, la hipocresía es inventarse dolores, teniendo motivos para estallar de alegría".
Pues bien, en este tiempo de Adviento que iniciamos, tiempo de espera gozosa en el Mesías, tenemos una ocasión de oro para crecer en la virtud de la alegría. Pero... ¿cómo es eso de considerar la alegría como una "virtud"? ¿No se trata acaso, de un estado emotivo, fruto de unas circunstancias cuyo control no está en nuestras manos? ¿Acaso no sería algo ficticio, el intento de procurar ser alegres "artificialmente"?
Los cristianos tenemos muchas razones para la alegría. La liturgia del Adviento nos las recuerda una y otra vez, ante el peligro de que los agobios de nuestra vida nos impidan disfrutar de ellas: "(...) cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo" (Oración colecta, Domingo II de Adviento), "(...) concédenos llegar a la Navidad -fiesta de gozo y salvación- y poder celebrarla con alegría desbordante" (Oración colecta, Domingo III de Adviento).
Ciertamente, la alegría es fruto de una Buena Noticia, pero no puede ser alcanzada sin librar antes una importante batalla interior. La alegría no es un estado anímico que nos sobreviene y nos abandona caprichosamente, sino que es un hábito que se adquiere con voluntad y perseverancia. Es el fruto del ejercicio de la penitencia interior, que nos lleva a mortificar tantas tristezas inconsistentes que pretenden imponerse a las razones para el gozo interior. Aunque nos puedan parecer incompatibles estos dos conceptos, no dudemos de que la "alegría" es la mejor "penitencia". Más aún, hemos de desconfiar de las penitencias que no nos lleven a superar nuestras tristezas y amarguras. La penitencia más perfecta es aquella por la que le ofrecemos a Dios y a nuestro prójimo una sonrisa transparente y perseverante, que solamente puede brotar de un corazón enamorado y agradecido.
Para resolver esta aparente paradoja, tal vez debamos redescubrir el auténtico sentido de la "penitencia", es decir, su sentido teológico. Decía Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica, que "la penitencia realiza la destrucción del pecado pasado". No olvidemos que la tristeza se introdujo en nosotros como fruto del pecado; y que éste no será plenamente vencido hasta que no rescatemos la alegría. Rescatamos la alegría, sólo cuando hemos vencido el pecado.
La alegría cristiana que nace de la virtud teologal de la esperanza, nos permite relativizar las preocupaciones y hasta nuestras propias debilidades. La sonrisa humilde y el buen humor, resultan ser un arma espiritual de gran eficacia para vencer las tentaciones del Maligno. Al mismo tiempo, el "apostolado de la sonrisa" es uno de los testimonios más necesarios y convincentes en el momento presente.
Iniciamos en este domingo un nuevo año litúrgico. He aquí la primera súplica que la liturgia de la Iglesia dirige a Dios: "Aviva en tus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene, acompañados por las buenas obras" (Oración colecta, Domingo I de Adviento). Lo sorprendente quizás sea descubrir que la primera "buena obra" que Dios nos pide, pueda ser... una sonrisa.
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