febrero 16, 2018 · 23:29
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«Dijo Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los
peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra”. Y
creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los
creó.» (Gn 1, 26-27).
Así narra el primer relato de la creación como sucede el instante en que el
hombre es creado. Y nos encontramos un paralelismo precioso:
«a imagen de Dios lo creó,
hombre y mujer los creó.»
La diferencia entre el hombre y la mujer se introduce en los trazos de la
imagen divina. El Antiguo Testamento afirma que la diferencia sexual (macho y
hembra) no es el fruto de un castigo divino, ni de una caída del hombre, sino
que está introducida entre los rasgos que hacen al ser humano semejante a Dios.
Esa diferencia, signo corporal de su vocación al amor, remite a quien es la
fuente de todo amor. Además, es evidente que el hombre solo subsiste en
concreto como varón o como mujer, y en ambos casos es imagen de Dios.
Debemos advertir que en las mitologías del Antiguo Oriente Próximo era
dominante la actividad sexual de los dioses, cuya creación era el resultado de
la unión entre divinidades masculinas y femeninas. Aquí sucede que será el
hombre el que es varón o hembra, no la divinidad. Por tanto, aunque la imagen
de Dios en el hombre es reconocible en ambos sexos, no debemos proyectar en
Dios esa forma de diferencia sexual.
¡Qué bello descubrir que llevamos inscrita en nuestra diferencia sexual la
imagen de Dios! Y que es la procreación un signo de esta imagen de Dios. Se
trata de participar en el acto creador de Dios, siendo pro-creadores. Pero si
entendemos la procreación solo como un mantener la especie, como si de producir
hijos se tratase, entonces no nos diferenciaríamos de los animales. Es por eso
que al hablar de esta dimensión procreativa del hombre nos referimos a la
educación, a engendrar por la palabra. Si Dios crea con su palabra en el primer
relato de la creación, el hombre, hecho a su imagen, debe pro-crear de un modo
semejante, es decir, acompañando al acto de generar hijos con la educación por
la palabra de los mismos.
Set fue engendrado cuando Adán tenía 130 años (cf. Gn 5, 3). El texto dice
en concreto: «engendró a un hijo a su semejanza, según su imagen». Por
tanto, Set es engendrado a imagen y semejanza de Adán; esta es la condición
filial, el ser hijo engendrado por un padre a su imagen y semejanza. Así, la
relación entre Dios y el ser humano, en Gn 1, apenas creado es de alguna forma
asimilada a la filiación, y apunta hacia ella. En Cristo esta relación llegará
a su plenitud porque es el Hijo de Dios. La semejanza divina, por tanto, está
presente en la relación padre-hijo: de Dios a Adán, de Adán a Ser: del
engendrador al engendrado.
En conclusión, el ser humano, creado en la diferencia sexual, varón y
hembra, es imagen y semejanza de Dios, cuya transmisión de la vida implica
transmitir esta semejanza; y que Cristo ha restaurado la imagen de Dios que
había sido herida por el pecado original y que se nos devuelve con el
sacramento del bautismo. Por tanto, la vocación al amor del hombre y la mujer es
también un responder a la llamada de Dios a pro-crear, no solo generando vida,
sino educando por la palabra.
Nicolás Susena Presas
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